En mayo del 68 Milos Forman estaba en París, en sus memorias los célebres acontecimientos de entonces no ocupan más de dos o tres líneas de pasada. Gracias al éxito internacional de Los amores de una rubia había podido salir provisionalmente de la Checoslovaquia comunista, descubriendo con gran asombro que sus colegas occidentales hacían compatible el disfrute de la libertad de expresión y de todas las ventajas de la sociedad de la abundancia con una simpatía extrema hacia los regímenes de los que él y sus amigos aspiraban a toda costa a huir. Forman viajó a París "pero poco después", escribe, "los estudiantes de la orilla izquierda empezaron su revolución. Quemaron coches, pintaron consignas políticas ingeniosas en las paredes, entablaron batallas contra la policía...". No dice nada más. Para él las banderas rojas, las hoces y los martillos, la retórica marxista, eran símbolos de la siniestra opresión política que padecía su país: aquella gente las esgrimía como símbolos de rebelión. Más raro aún le parecía que cineastas, periodistas y escritores, cuya forma de vida es la libertad de expresión, celebraran regímenes en los que ésta no existía, y que viviendo declarándose tan enemigos de toda autoridad y de toda ortodoxia esgrimieran retratos nada menos que de Lenin y de Mao. En 1968, en China, la llamada Revolución Cultural estaba alcanzando su siniestro apogeo de matanzas, encarcelamientos, pavorosos lavados colectivos de cerebro: justo entonces, en París, en medio de la presunta explosión de todas las heterodoxias, Mao aparecía como el más cool de todos los libertadores.
A Forman todo aquello le parecía demasiado absurdo como para producirle siquiera enojo. Hace un par de años, en una conversación en Nueva York, lo recordaba con cierto sarcasmo, con indulgencia hacia la ingenuidad o la simple ignorancia de tantos de sus colegas de entonces. No cuesta nada imaginar al Forman de 1968, ebrio de la libertad con que se había encontrado al salir de su país, incrédulo y agradecido por los elogios que le dedicaban maestros a los que había admirado desde muy joven en su Praga lejana, asistiendo en Cannes a los delirios marxistas-leninistas de Godard, observando aquellas sesiones de palabrería melodramática y banderazos doctrinarios con la distancia escéptica de quien ha sufrido de verdad y en propia carne los espantos de la historia. Aquellos hijos de la comodidad burguesa y de las libertades europeas jugaban alegremente a la revolución, y tenían ideas tan desmedidas acerca de sí mismos que imaginaban que boicoteando el Festival estaban transformando el mundo. Para Forman, que llegaba a con el deslumbramiento de un provinciano, y que dependía tanto del éxito de sus películas para eludir la opresión y la censura de su país, que no hubiera festival ese año fue sobre todo una decepción, y un contratiempo.
A Forman todo aquello le parecía demasiado absurdo como para producirle siquiera enojo. Hace un par de años, en una conversación en Nueva York, lo recordaba con cierto sarcasmo, con indulgencia hacia la ingenuidad o la simple ignorancia de tantos de sus colegas de entonces. No cuesta nada imaginar al Forman de 1968, ebrio de la libertad con que se había encontrado al salir de su país, incrédulo y agradecido por los elogios que le dedicaban maestros a los que había admirado desde muy joven en su Praga lejana, asistiendo en Cannes a los delirios marxistas-leninistas de Godard, observando aquellas sesiones de palabrería melodramática y banderazos doctrinarios con la distancia escéptica de quien ha sufrido de verdad y en propia carne los espantos de la historia. Aquellos hijos de la comodidad burguesa y de las libertades europeas jugaban alegremente a la revolución, y tenían ideas tan desmedidas acerca de sí mismos que imaginaban que boicoteando el Festival estaban transformando el mundo. Para Forman, que llegaba a con el deslumbramiento de un provinciano, y que dependía tanto del éxito de sus películas para eludir la opresión y la censura de su país, que no hubiera festival ese año fue sobre todo una decepción, y un contratiempo.
Antonio Muñoz Molina
Del Babelia de El país
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