Friday, August 21, 2009

Nada animal nos es ajeno

¡Perro! ¡Burro! Rata o mula -usamos con generosa espontaneidad los nombres de los animales para insultarnos. No nos parece extraño; para injuriar nos basta traer a cuento oficios vinculados con ellos: palafrenero, porquerizo, carnicero. Todo sugiere que para ver a nuestros semejantes con nitidez les tenemos que asignar una especie animal; enfocamos mejor al tonto si le llamamos buey, al vil verraco, al parlanchín cotorro, al usurero buitre, mosca a la mustia, mariposa al puto, coyote al intermediario, zángano al ocioso, chivo o paloma a la víctima, pavorreal al vanidoso y al soberbio divina garza, cocodrilos sagrados a las eminencias, viejos lobos a los hombres con experiencia, urracas a los avaros, gallinas a los cobardes, en fin, bestia al imbécil. Por esa misma segunda naturaleza con que expresamos nuestro resentimiento hacia la primera nos encabritamos, nos pavoneamos, nos avispamos, nos arañamos, nos hacemos pato, nos engatusamos con alguien o por alguien, tenemos piel de gallina. Incluso la admiración nos transporta al parque zoológico: el león, el águila, el tigre prestan su majestad a la arrogancia. En cuanto abrimos la boca, la fábula empieza a escurrir de nuestros labios.

Kafka en la orilla

A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Y esto se repite una y otra vez. Como una danza macabra con la Muerte antes del amanecer. Y la razón es que la tormenta no es algo que venga de lejos y que no guarde relación contigo. Esta tormenta, en definitiva, eres tú. Es algo que se encuentra en tu interior. Lo único que puedes hacer es resignarte, meterte en ella de cabeza, taparte con fuerza los ojos y las orejas para que no se te llenen de arena e ir atravesándola paso a paso. Y en su interior no hay sol, ni luna, ni dirección, a veces ni siquiera existe el tiempo. Allí sólo hay una arena blanca y fina, como polvo de huesos, danzando en lo alto del cielo. Imagínate una tormenta como ésta.

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Porque, para Nakata, el tiempo no es una cuestión fundamental. Ni siquiera tiene reloj. Para Nakata, el tiempo discurre a su manera. Al llegar la mañana sale el sol; por la tarde se pone. Y, cuando anochece, va a los baños públicos del vecindario, y a la vuelta le entra sueño. Los baños públicos cierran un determinado día de la semana, y Nakata, ese día, se resigna y vuelve directamente a casa. Cuando llega la hora de la comida le dan ganas de comer y, cuando llega el día de ir a recoger el subsidio (siempre hay alguien que lo avisa amablemente de que el día ese se acerca), comprende que ya ha transcurrido un mes. Y al día siguiente de recibir el subsidio va a la barbería del barrio a cortarse el pelo. Cuando llega el verano, los del ayuntamiento del distrito lo invitan a comer anguila; cuando llega Año Nuevo, le dan mochi.
(fragmentos)