Tuesday, August 26, 2008

La debilidad del Estado




Soledad Loaeza
La debilidad del Estado
La debilidad del Estado no es atribuible al gobierno de Calderón. Aun cuando López Obrador hubiera sido elegido presidente, todo indica que se hubiera encontrado en una situación similar, y quizá peor, pues es bien conocida la dificultad de la izquierda para lidiar con los temas de seguridad pública. Cuando un partido de izquierda llega al poder tiene que reconocer que en un país democrático, lo que hasta entonces probablemente ha denunciado como “aparato de represión” es un instrumento legítimo de gobierno, cuya intervención en tareas de seguridad pública es responsabilidad de las autoridades civiles, las que también tienen a su cargo la aplicación de la ley. No obstante, no son pocos los casos de gobiernos de izquierda que se muestran titubeantes y hasta desamparados frente al crimen; el problema es que en sus dudas existenciales le va la vida a muchos ciudadanos.
Sin distingos partidistas, los gobernadores se topan con los mismos límites que imponen policías mal entrenados, cuyo nivel educativo no alcanza para desarrollar capacidad de juicio, o con militares que ejercen sus funciones con excesiva agresividad y que, por momentos, son tan aterradores como los mismos narcotraficantes.


Adolfo Sánchez Rebolledo
Hablando de impunidad
La tolerancia ante el saqueo sexenal de la riqueza patrimonial de la nación hizo posible el nacimiento de grandes fortunas personales y gracias al tráfico de influencias se aceitaron las carreras de honrados caballeros de la industria, poderosos contratistas que luego exigieron moralidad, justicia, al Estado que los había prohijado. La delincuencia no es un ejército invasor, ajeno por completo a la sociedad en la que actúa: está vinculada a ella por uno y mil vasos comunicantes, la arremete y se sirve de ella. Por eso el “combate” contra el delito no es nunca pura y exclusivamente represión ni penas más severas. En nuestro caso, sin duda, hay un déficit tanto en el ejercicio preventivo como en la aplicación de la justicia, pero es igualmente claro que esa situación no lo explica todo.
Es indiscutible que la sociedad ya está cansada de promesas y discursos vacíos. Exige responsabilidad, ideas, acciones. El delincuente carece de todo código moral que no sea la inmediata satisfacción de sus ambiciones. Ante el secuestro, la sociedad comparte un sentimiento de repulsa, pero está paralizada o confundida. Paralizada porque no sabe qué hacer ante el desafío de una amenaza cotidiana, invisible, intolerable. Ya no es posible creer que la corrupción y la impunidad son temas de barandilla o de patrulleros deshonestos. Lo que está en juego es reformar las instituciones para que éstas sirvan a los ciudadanos y no al revés, como siempre ocurrió. Ya no basta denunciar al jefe policiaco corrupto, una vez asesinado el secuestrado: urge revisar el largo capítulo de la corrupción para saber cómo, dónde y cuándo se gesta el fenómeno que llamamos impunidad, el cual se vive como fuente matriz del atropello de los derechos humanos.

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