Elogio de la irresponsabilidad
Jesus Silva-Herzog Marquez
No la del
cirujano, ni la de quien maneja un coche, ni la del gobernante. Tampoco la del
constructor o el cocinero. Irresponsabilidad para el creador, para el crítico,
para el humorista. Irresponsabilidad plena, total. Pongamos tras las rejas al
ingeniero que levanta un puente endeble.
Dejemos sin
empleo al doctor que olvida el bisturí en la barriga del operado. Votemos
contra el político que nos lleva a la ruina. Pero cuidemos el atrevimiento
crítico, la insolencia del humorista, la denuncia hiriente. Que no ha de haber
código para el arte, ni reglamento de lo risible, ni estatuto para la sátira ha
de decirse nuevamente porque han vuelto quienes piensan que hemos de servir
sólo a la cordura, al cálculo, a la ética de las consecuencias.
Monástica es
una sociedad monopolizada por la compostura. Levantarse a la hora justa,
participar en los rituales cotidianos, hablar siempre en voz baja y cuando es
permitido, no desentonar jamás en el coro, acatar el tabú como el dictado de
una segunda fisiología.
Tragarse la opinión
propia en aras de la tranquilidad, renunciar a la controversia, halagar los
prejuicios. Un código estrictísimo regula cada acción y cada expresión de la
vida conventual. Todos han de actuar responsablemente.
Cada monje
sabe que el monasterio se mantiene por su disciplina. Cualquier desacato sería
catastrófico. Por ello no puede haber ahí espacio para la burla, inaceptable
sería una parodia de los textos sagrados, un dibujo ofensivo, una invectiva
contra algún monje odioso.
¿Un cabaret
dentro del convento? ¿Grafiti en el altar? ¿Anotaciones satíricas al margen de
las Escrituras? Una sociedad disciplinaria niega los provechos de la expresión
libre, el servicio de la controversia. En cada fricción ve una amenaza, en
cualquier polémica un peligro.
Cuidar el
claustro es fustigar al crítico que se nos asoma por dentro, es callar al
burlón que detecta la presencia de lo ridículo, es hacer de la duplicidad la
norma soberana del trato.
Hay quien
pretende hacer del código monástico, el estatuto de nuestra sociedad. No seamos
salvajes, nos dicen: limitémonos, cuidemos lo que decimos, lo que escribimos,
lo que pintamos. La insolencia es inaceptable, la provocación un pecado.
Quien ofende
merece la cachetada del ofendido decía recientemente el Papa y hay quien celebra
tan aberrante argumento. Lo mismo dicen quienes atribuyen a la vestimenta de
las mujeres la violación que sufren. Usaba minifalda, me provocó.
Insultó a mi
dios, me provocó. El objetivo de Francisco es claro: proscribir la blasfemia.
Cruzados por conflictos, hemos de actuar todos con responsabilidad. Amenazados
por la violencia, hemos de actuar siempre con responsabilidad. Cuidar el
derecho a blasfemar es cuidar uno de los principios esenciales de la sociedad
abierta.
Los nuevos
censores quisieran que todos renunciáramos a la opinión hiriente y que nos
paralizáramos nuevamente por la idea que alguien tiene de lo sagrado. Ése el
costo de la convivencia, dicen. Si a alguien lastima mi opinión es causa
suficiente para silenciarla.
Antes de
hablar, debo calcular responsablemente el efecto de lo dicho. Si mi idea no
aporta nada al otro, no merecería voz. Es vanidad la expresión que no
contribuye al bienestar del mundo. Y si, a juicio de alguien, lo entristece, ha
de ser excluida.
¿Ha de
someterse la expresión independiente al código de la responsabilidad? No.
Irresponsables han sido siempre las palabras que desafían la opinión común, las
imágenes que cuestionan los prejuicios profundos, los argumentos que destrozan
esas fantasías que sellan identidad.
Irresponsable
es la denuncia que amenaza la concordia, que ofende al poderoso.
La sociedad
monástica nos imagina a todos como soldaditos de la convivencia: guardianes de
una ciudad amenazada. Habrá que recordarle a los republicanos de la autocensura
que necesitamos también críticos que denuncien los dogmas.
Y que no hay
denuncia de los prejuicios que no lastime. Un crítico no puede renunciar al
ácido de su pluma sin renunciar a su cometido. Un artista ha de ser libre para
profanar lo venerable. Un cartonista ha de ser inclemente en su burla.
Irresponsables que han de desentenderse del efecto de sus expresiones.
Las buenas
maneras tendrán su sitio pero ese sitio también tiene límites. Los templos de
la irreverencia son tan necesarios en la ciudad como los templos de la
devoción. ¿Sería habitable una sociedad poblada sólo por circunspectos? Que la
prudencia sea un valor no quiere decir que sea el único, ni el supremo en todos
los ámbitos de la vida.
La risa, la
invención y la denuncia suelen nacer de una insolencia.
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