Thursday, June 09, 2011

Naufragio



─ ¿No se puede hacer nada para aligerar el barco?

─ Bueno ─dijo─ ya no tiene mástiles para cortarlos, ni cargamento para tirar… Sin embargo, podría usted tirar al mar a algunos de los pasajeros más voluminosos, si cree que eso serviría de algo.

Era un pensamiento feliz, una genial intuición. Fui rápidamente a la proa, que por hallarse menos sumergida en el agua estaba atestada de gente, agarré por la nuca a un fornido y viejo caballero, lo llevé hasta el pasamanos y lo arrojé por la borda. No tocó el agua: cayó en el ápice de un cono de tiburones que surgieron del mar a su encuentro. Enseguida arrojé a una mujer y lancé un bebé regordete a los vientos feroces. La primera desapareció entre los tiburones, igual que el viejo, y al segundo se lo dividieron las gaviotas.

Narro estas cosas exactamente como ocurrieron. Sería muy fácil hacer una muy buena historia con todo este material: contar, por ejemplo cómo, mientras yo aligeraba el barco, me sentí conmovido por el ánimo generoso de una bellísima joven quien, para salvar la vida de su novio, empujó a su madre hacia donde yo estaba, implorándome que me hiciera cargo de la vieja dama pero que me compadeciera de su querido Henry. Podría continuar divulgando cómo no sólo no me hice cargo de la vieja dama, según la petición de su hija, sino que de inmediato agarré al querido Henry y lo lancé a sotavento lo más lejos que pude. Podría proceder a declarar que, ya apaciguado, me robé el bote grande y, tomando a la bella doncella, me alejé del barco hacia la iglesia de Santa Masacre, en las islas Fiji, donde nos unió un nudo que luego deshice comiéndomela.

Pero de verdad nada de esto ocurrió, y no puedo darme el lujo de ser el primer escritor en contar una mentira sólo para interesar al lector.

Ambrose Bierce, Una colección de naufragios