Para formular un juicio sobre el desarrollo de la democracia en un país determinado no se debe hacer la pregunta ‘¿quién vota?’ sino ‘¿en cuáles asuntos puede uno votar?’. La democracia es compatible con la desigualdad, la injusticia, el cumplimiento parcial de las leyes, las mentiras y la ofuscación, un estilo político tecnocrático, e incluso con una buena dosis de violencia arbitraria. La vida cotidiana de la política democrática no es un espectáculo que inspire reverencia: una riña sin fin entre ambiciones mezquinas, retórica cuyo propósito es ocultar y engañar, dudosas conexiones entre el poder y el dinero, leyes que no pretenden siquiera ser justas, políticas que refuerzan el privilegio. No sorprende, por tanto, que después de la liberalización, la transición y la consolidación, hayamos descubierto que hay algo que todavía falta mejorar: la democracia. Como John Stuart Mill observó en alguna parte, “sin salarios decentes y alfabetismo universal, ningún gobierno de opinión pública es posible”. Mas no hay nada en la democracia per se que garantice que los salarios serán decentes y el alfabetismo universal. La solución del siglo XIX a este problema fue restringir la ciudadanía a quienes estuvieran en condiciones de ejercerla. Pero hoy la ciudadanía es nominalmente universal, al tiempo que muchas personas no disfrutan de las condiciones necesarias para ejercerla.
Los gobiernos que emanan de elecciones democráticas pueden ser: ineficientes e incapaces, corruptos e irresponsables, cortos de miras y dominados por intereses particulares. Se dio por sentado que el fin del dominio del PRI traería en automático una etapa en la que las políticas consensuadas produjeran políticas públicas que respondieran mejor al “interés público”, entendidas como aquellas que alientan el crecimiento económico, servicios públicos universales y de calidad, más justicia social, menor corrupción y sobre todo nuevas formas del ejercicio del poder. La ecuación de la democracia tiene dos lados. Conlleva y exige no sólo la representación plural sino la cooperación entre los integrantes de esa pluralidad, no sólo la clara delimitación entre las facultades de las ramas de gobierno sino su colaboración, no sólo el establecimiento de nuevas reglas de la competencia sino la disposición a respetarlas, no sólo la creación de órganos autónomos sino el compromiso de no capturarlos y acogerse a sus decisiones. Pusimos en práctica las primeras pero no las segundas.
Más que el arreglo político que define la forma de gobierno —sistemas parlamentarios exitosos y desastrosos, presidencialismos prósperos y ruinosos, multipartidismos productivos e ineficaces, gobiernos divididos en pleitos paralizantes y capaces de llegar a acuerdos— son las instituciones económicas y legales las que modelan la conducta de las elites y de los ciudadanos. Por eso habría que apostar a aquellas reformas que lleven al crecimiento económico y al fortalecimiento de la legalidad. Seguimos siendo un país de fueros y privilegios y no uno de igualdad ante la ley.