No es casual que la iglesia católica sea hoy una de las pocas estructuras de poder en Occidente en la que no existe una sola mujer. En el siglo XXI hay médicas, toreras, ministras de la Suprema Corte, pero una misa, la ceremonia central del culto en la que los fieles comulgan con Dios, no puede ser oficiada por una monja.
“El Papa amigo”, carismático, incansable, recorrió el planeta tratando de persuadir a los ciudadanos de las democracias que se retractaran de sus nuevas libertades de elección. Llenó estadios de fieles en Europa Oriental y en Latinoamérica y África predicando contra los condones y las píldoras anticonceptivas, contra el divorcio y el amor carnal entre prójimos del mismo sexo.
Nada es irremediable, hasta que sucede. Otra pudo ser la postura del Vaticano en el siglo de las democracias. El Vaticano pudo haberse reformado en cuanto a los géneros como se ha reformado en otros asuntos. Y al contrario de obsesionarse contra el aborto, pudo reconsiderarlo. Después de todo en la Biblia se le menciona una sola vez, en el libro del Éxodo.
A mayor rechazo de la iglesia católica de las nuevas libertades del siglo XX, mayor la deserción de sus fieles. Y otro fenómeno se ha vuelto evidente, la relajación de la obediencia al Vaticano entre los que se declaran fieles. Acostumbrados al derecho de decidir sobre sus propias vidas, los católicos que viven en las democracias ya no obedecen ciegamente al Vicario de Dios.