A las puertas de la recesión económica, entre el tiroteo del crimen organizado que tiene contra la pared al Estado, de cara a una canasta legislativa cargada de reformas importantes, frente a grupos tentados por la lucha armada y en medio de la contradicción que a veces lo disminuye o nulifica, el perredismo tiene su competencia interna por la dirección de su partido. El lenguaje perredista se ha ido pervirtiendo. Dialogar es traicionar, negociar es transar, acordar es ceder, reconocer es sucumbir y, así, se reniega de la política sin optar por prácticas de participación mucho más radicales. ¿Cómo encarar al crimen organizado? ¿Cuál postura impulsar frente a la necesidad de sanear y reformar a Petróleos Mexicanos? Son preguntas a las que se responde con lemas, coros y consignas, pero no con alternativas posibles. Una y otra vez el perredismo ha dejado saber en contra de qué está, pero no siempre deja saber a favor de qué está. Si el perredismo, en verdad, pretende reubicarse en la escena y hacer política como un partido con vocación de poder y proyecto de nación, tendrá que cumplir, hacia adentro y hacia afuera de su organización, con los principios democráticos que tanto reclama y abandera pero no siempre hace valer hacia adentro y hacia afuera. Si el perredismo no advierte la urgencia de reconstruir un instrumento político para la ciudadanía, podrá seguir jugando al testimonio y la denuncia, a las prerrogativas y las cuotas, a la resistencia y la razón histórica pero, en el fondo, tendrá que asumir la responsabilidad de quitarle un pivote al trípode de los partidos que dominan la escena: el pivote de la izquierda.
A la distancia queda claro que AMLO le arrebató al PRD la candidatura presidencial y la de GDF, no porque pretendiera el avance de la izquierda y menos porque se tratara de un demócrata preocupado por las causas populares, sino porque su proyecto era y sigue siendo el de regresar al PRI al poder absoluto. Por eso López Obrador disputó con todo a Jesús Ortega la candidatura al GDF; por eso hizo todo lo posible por dejar ese poder en manos de Marcelo Ebrard. Y sí, por eso hoy hace todo lo posible por quedarse con el PRD. En realidad Los Chuchos y López Obrador son sólo políticos, sin más ideología que sus intereses personales y de grupo, y como tales están hechos de la misma madera. La diferencia es, como decía El General Cárdenas, "el modito". Y no se requiere una bola de cristal, ser adivino y menos iluminado, para entender que Marcelo Ebrard tiene ante sí sólo dos caminos posibles: el de pasar a la historia como el subordinado de AMLO, el que le cuidó el negocio, o un político que piensa, actúa y decide con cabeza propia. En los previos al destape presidencial rumbo a las elecciones de 1994, los dos punteros eran Manuel Camacho y Luis Donaldo Colosio. El primero nunca se destapó de manera abierta para pelear frontalmente por la posibilidad de ser candidato presidencial, en espera de que su amigo y jefe, Carlos Salinas, lo premiara por su lealtad. El segundo, en cambio, sin tener certeza alguna, peleó por una mera posibilidad. El desenlace ya todos lo conocen. Hoy, Marcelo Ebrard hace todo por ser candidato presidencial, pero en público hace todo por aparecer como un "pelele" de AMLO, en espera de que el jefe lo premie por su lealtad, con la esperanza oculta de que el tabasqueño se retire de la contienda presidencial, para dejarle el lugar a Marcelo.
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