Tuesday, December 04, 2007

Onomásticos: La vida de William Burroughs

Este año se cumplieron diez años de la muerte de W. Burroughs (1914-1997), gurú de la generación beatnik que presidió el panorama contracultural de la segunda mitad del siglo XX fue, como su novela El almuerzo desnudo (1959), un viaje por el mundo de la droga, en el que se mezclaron las alucinaciones y las metamorfosis, las pesadillas y los delirios poético-científicos, el erotismo y una amplia gama de perversiones.
Hijo de empresarios, mantenía el hábito de la planeación financiera (hasta los 51 años vivió de la mesada que obtenía gracias a las regalías que generaba una máquina sumadora inventada por su abuelo). Anotó en sus Cartas de un adicto experto que una característica particularmente desconcertante de la intoxicación con marihuana es la perturbación de la orientación afectiva. "Uno no sabe si alguien le cae bien o no, si una sensación es placentera o desagradable."
Durante un tiempo perteneció a la Cienciología, misma que "podía hacer más en 10 horas que el psicoanálisis en 10 años. Si los seres humanos no pueden ser salvados, porque no hay ningún Dios que los salve, dejemos que por lo menos resuelvan sus conflictos."
En la época en que nació la mayoría de los morfinómanos eran víctimas urbanas de recetas mal escritas; el opio era el prozac del siglo XIX, recetado para muchos males, desde la malaria hasta la masturbación y el hipo violento. En 1898 The Lancet aconsejaba a los médicos que la heroína carecía de los desagradables efectos colaterales de la morfina y, por lo tanto, podía administrarse en dosis comparativamente grandes. Volviendo a Burroughs, no es sorprendente que tuviera poco tiempo para dedicarle a la democracia: "es cancerosa y las oficinas son su cáncer". Se cuenta que mandó a hacer una caja grande con hoyos en los lados. Convencía a algún joven para que se metiera a la caja y se acostara. Después de que había permanecido ahí suficiente tiempo, abría la caja, dejaba salir al joven y lo encaminaba. Luego él mismo se metía a la caja y se recostaba. Cuando reemergía, supuestamente lo hacia rejuvenecido. Para cualquier homosexual que se respete, el joven habría sido el centro de toda su atención, y sin embargo, para Burroughs el centro de atención era la caja.
En 1952 le escribió a Ginsberg: "estoy enganchado de nuevo y todo gracias a mi dealer y a mi propia estupidez; no entiendo cómo un hombre que vive alimentándose de sus congéneres puede mirar su imagen en el espejo para afeitarse."
Hoy pueden parecer extrañas sus fantasías acerca de crear un nicho para la heroína en el mercado de las dietas milagrosas, pero en los años cincuenta miles de personas consumían legalmente anfetaminas como un atajo libre de riesgos hacia la moderación y la esbeltez. Durante un par de décadas las drogas estimulantes se consideraron sanas. Los pilotos la consumían antes de efectuar sus vuelos contra las fuerzas de Hitler; ayudaron a Kennedy -atiborrado de dexedrina- a acabar de manera abrumadora con Nixon en los debates que se transmitieron por televisión.
Turista sexual que explotaba a adolescentes paupérrimos, Burroughs definió el almuerzo desnudo como un momento congelado en el que todos ven qué hay en el otro extremo del tenedor, pero fue miope en cuanto a las verdaderas razones de su propia destrucción. El suyo era un almuerzo en el que jamás se fijó en los meseros, no digamos ya en los encargados de la cocina, que se necesitaban para servirlo. Regresó al medio oeste, rehuyendo casi siempre al animal malo: el hombre, y siendo más feliz entre sus múltiples gatos: "sí, adoro a los animales, en detrimento de los animales humanos que puedes, en muchos casos, desafortunadamente, hablar (Dutch Schultz, 1969)."
Post-facio: San Pedro entendía la adicción desde adentro: realmente mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la ley en que es buena; en realidad ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? (Romanos 7:15 y ss.)

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