Fernando Escalante
La crisis de seguridad sirve para justificar cualquier cosa, porque la gente tiene miedo, y está dispuesta a admitir lo que sea: penas de cincuenta años, cadena perpetua, pena de muerte, más policías, mando único, el ejército, la marina, ¡lo que sea! Si se trata de detener a los malos o de matarlos ¡qué más da que los federales abran el equipaje de los turistas! O que graben conversaciones, que intervengan teléfonos, que abran correspondencia, que revienten cerraduras, que entren donde sea, con orden judicial o sin ella… En ésas estamos. Nos hemos ido acostumbrando a ver cateos sin mandato judicial, conversaciones telefónicas grabadas que circulan en los medios, paquetes abiertos, hallazgos impensados de cuentas bancarias. Y nadie se atreve a levantar la voz. Ni se atreverá cuando veamos que con esos mismos métodos se trata de defenestrar candidatos dentro de un año.
Se ha ido legitimando en los hechos una práctica policiaca cada vez menos escrupulosa, cada vez menos cuidadosa de los derechos humanos y de las garantías procesales. Todo se explica por la espantosa amenaza que representa “el crimen organizado”, y se justifica, finalmente, con la invocación iracunda del estado de derecho... La receta es simplísima, y más vieja que andar a pie. Se trata de administrar el miedo para aumentar los poderes de la policía, sortear las garantías procesales y derogar en la práctica el derecho a la privacidad. Lo malo es que así ni siquiera se gobierna: apenas se manda, y eso por un rato. Mientras se destruye todo lo demás.