Friday, January 28, 2011

Los demonios sueltos en Monterrey


Lo advirtió, ya en julio de 2008, hace dos años y medio, Alejandro Junco al entonces gobernador Natividad González Parás: la inseguridad en Monterrey era ya insoportable. Desde ese tiempo los demonios deambulaban sin control. Amagado repetidamente, el presidente y director general del Grupo Reforma se vio ante un grave dilema: “comprometer nuestra integridad editorial o cambiar a mi familia a un lugar seguro”. Optó por lo segundo.

Desde aquel 2008, la violencia criminal se ha acelerado en la capital de Nuevo León, su región metropolitana y la entidad entera. Para precaverse de peligros que intuyen o ven venir, una cantidad creciente de empresarios y profesionales de Monterrey se han asentado del otro lado de la frontera. Un buen número de estudiantes emigraron hacia el sur, después de que el 19 de marzo pasado dos graduados del Tec de Monterrey murieron a manos del Ejército, cuyos efectivos pretendieron hacerlos pasar como sicarios. Comunidades enteras están vaciándose. Datos del censo levantado por el INEGI el año pasado muestran que el éxodo se manifiesta sobre todo en los municipios del norte.

Una ciudad y su zona metropolitana que siempre se habían tenido como ordenadas y seguras se han convertido en una de las regiones más perturbadas por la violencia criminal, que va en continuo ascenso y ha merecido que gobiernos extranjeros, como el de España, adviertan a sus nacionales el riesgo de viajar allí, lo mismo que a Ciudad Juárez y Culiacán.

El año pasado fue especialmente alterado por los enfrentamientos entre bandas, por el desafío de algunos de esos grupos a las autoridades y por la guerra librada por las fuerzas federales contra la delincuencia organizada. La suma de las víctimas llegó en 2010 a 610, de las cuales 79 fueron agentes de la autoridad y 24 personas sorprendidas por el fuego cruzado o simplemente por la incapacidad de policías y militares para dirigir con precisión sus ataques.

El gobierno del estado, a cargo de un inexperto e impasible Rodrigo Medina, que en los momentos críticos prefiere hacer mutis, está claramente rebasado por la incapacidad y la corrupción, lo mismo que varios gobiernos municipales.

La inseguridad creció aceleradamente en los últimos días de diciembre pasado y se desbocó al comenzar el nuevo año. El paso de un periodo a otro quedó marcado con el terrible secuestro y asesinato de una secuestradora, Gabriela Elizabeth Muñoz Tamez, presa en el penal de Topo Chico desde agosto de 2009. Una conjura la hizo salir de esa frágil (y al mismo tiempo tenebrosa) prisión dizque para conducirla al Hospital Universitario. En realidad se trataba de atraparla, como ocurrió con la complicidad de autoridades de la penitenciaría. Sus captores la torturaron y, todavía con vida, colgaron su cuerpo en un puente peatonal de una céntrica avenida regia. Murió por la asfixia del ahorcamiento, pero lo mismo le hubiera ocurrido por las lesiones que el maltrato le infirió.

Como es usual, se ignora el móvil y los protagonistas del bárbaro asesinato. En una comarca donde el alcalde panista de San Pedro, el mencionado Mauricio Fernández, se ha manifestado a favor de la acción directa de grupos duros contra la delincuencia, al margen de la ley, la sombra de una escuadra de ajusticiamiento se cierne sobre la ciudad. Sólo eso le faltaría a Monterrey.

Un día tras otro, muertes violentas como esa fueron acumulándose conforme avanzaba el nuevo año: en la primera quincena de 2011 sumaron 41, a razón de casi tres por día. Pero el lunes 17 la tasa se disparó: en tres enfrentamientos y ataques perdieron la vida 10 personas. Por lo menos dos murieron por una mala casualidad, porque estaban en el lugar y la hora inoportunos. Todavía sería peor el desenlace sólo unas horas después, pues la jornada letal se extendió durante las primeras ocho horas del martes 18. En esos dos días murieron 23 personas, una por cada hora.

La autoridad parecía no existir. No sólo era incapaz, en cualquiera de sus niveles, de impedir la matanza, sino que ni siquiera había una voz gubernamental que explicara los sucesos o, en el colmo de la impotencia, al menos expresara el pesar del gobierno a los deudos de los agentes muertos o de los caídos por daño lateral.

Cada vez que en Nuevo León arrecia la violencia se pretende que el remedio está en el arribo de fuerzas federales, que se muestran tan inútiles como las locales, aunque en éstas su conducta se agrava por la manifiesta complicidad con las bandas criminales, que por momentos llega a lo grotesco, como cuando patrullas de la policía municipal de San Nicolás, cuyo jefe fue detenido con ese motivo, bloquearon el paso de un convoy del Ejército que, aunque fuera tardíamente, iba en pos de delincuentes.

Sólo a partir de la corrupción se comprende que pase en Monterrey, y en Nuevo León, lo que está pasando. Los sucesos de Topo Chico muestran la falibilidad deliberada de la protección a puntos neurálgicos, o por lo menos la carencia de una notoria presencia disuasiva en ellos: ya dijimos que de allí se sacó a La Pelirroja para asesinarla el último día de 2010; una semana después, el penal fue atacado a balazos y con granadas, operación que en términos muy semejantes se repitió el 19 de enero. En el entretanto, dentro de la cárcel fue asesinado, de 23 puñaladas, Gabriel Ayala Romero, preso porque se le tenía como el líder de la piratería local. De más está decir que un atentado previo contra la prisión, en octubre pasado, no encendió las alarmas que hubieran podido inhibir y aun evitar los ataques posteriores.