El liberalismo ganó la batalla en el siglo XIX. Quiso hacer de cada mexicano un ciudadano y para ello buscó romper con las principales corporaciones existentes: la iglesia y las comunidades agrícolas. El otro gran objetivo del liberalismo era limitar el poder del Estado, fuente de buena parte de los problemas enfrentados por los gobernados. Instrumento central para evitar el abuso de quienes ostentan el poder fue el juicio de amparo, orgullo de los juristas, por más que desde sus inicios fue también criticado por permitir la impunidad y ser centralista.
El estatismo fue la respuesta a las necesidades de los gobiernos posrevolucionarios para pacificar al país e impulsar un modelo de desarrollo basado en el reparto discrecional de apoyos. Para lograr esto, el gobierno regulaba la actividad económica y se hacia cargo a través de sus empresas, de muchas tareas que en otros países estaban en manos de agentes privados. Aunque el modelo quebró con la deuda de 1982, el atractivo social de un Estado fuerte que reparte sigue presente. La contradicción entre liberalismo y estatismo se resuelve en la naturaleza patrimonialista del Estado. Este no es fuente de derechos parejos para todos, sino de privilegios. Lo público y lo estatal no son un espacio general para todos. Lo que se obtiene en él depende de la posición, fortuna y capacidad de cada individuo.