En el instante en que mis ojos se posaron sobre ella fuí sacudido por la rara belleza de sus formas, y por la gracia no afectada de su actitud. Su figura era alta, aunque no demasiado alta; gentil y bien desenvuelta, aunque no gruesa; su cabeza estaba colocada sobre sus hombros con una fácil, flexible firmeza; su talle ocupaba su lugar natural, llenaba su circunferencia, estaba visible y deliciosamente indeformado por corsés. Ella no escuchó mi entrada en la habitación, y yo me permití el lujo de admirarla por unos pocos momentos antes de atraer hacia mí una de las sillas. Se volteó hacia mí de inmediato. La fácil elegancia de todos los movimientos de sus miembros y cuerpo, tan pronto como ella comenzó a avanzar desde el lejano fondo de la habitación, me puso en confusión por la expectativa de ver su rostro con claridad. Se apartó de la ventana -y me dije a mí mismo, la dama es morena. Se movió hacia adelante unos pocos pasos -y me dije a mí mismo, la dama es joven. Ella se acercó más aún, y me dije a mí mismo (con un sentimiento de sorpresa), ¡la dama es fea!”
William Wilkie Collins, The Woman in White, 1852