De cuando en cuando, llega a la cartelera una película que divide y vence. Tiene laureles en su póster, es anunciada como obra maestra, casi siempre, dura más de dos horas y media. Los críticos la debatimos, los estudiantes de artes visuales corren a reproducirla en cortometrajes, los espectadores abandonan la sala aconsejados por su criterio que distingue la basura del arte, otros más afortunados, disfrazan su intolerancia gracias al bebé de brazos que llevaron a la sala y ahora llora, obligándolos a abandonar la función. Están también los que permanecen en la función y saldrán de ella para divulgar que tienen que ver la película como parte de una tarea de cinéfilos. Es bueno recibir esas películas porque, en una escala menor, nos devuelven a la tradición de interpretación y discusión que alguna vez era parte de ir al cine. Pero estoy seguro que en otras épocas el espectador fue mucho más estimulado, obligado a pensar, a encontrar significados y no sentirse estafado al no recibir, como las piezas de un pollo, tres actos y un clímax.
Hoy pocos leen fuera de Francia a Théodore de Banville, el poeta parnasiano de exquisita técnica al que le debemos uno de los conceptos más brillantes de la nomenclatura estética. En 1880, De Banville estableció un nexo comparativo entre los bomberos franceses (“les pompiers”) y los personajes de la Antigüedad grecorromana de algunos cuadros de Jacques-Louis David y su escuela neoclásica, que combaten desnudos pero con casco: “le pompier qui se déshabille”. A partir de ese texto de De Banville el término pompier se empezó a aplicar, con el consabido éxito mundial, a los cuadros ridículamente enfáticos, y por extensión, desde entonces, a toda forma de representación artística engolada, vacua y pretenciosa.
El árbol de la vida, quinta película de Terrence Malick, es constantemente bombera, aunque en algunos momentos de su larga duración (139 minutos) estemos viendo atisbos del gran director que este hombre nacido en Texas en 1943 sin duda puede ser, con el agravante de que cada una de ellas ha sido peor que la anterior. Malick deslumbró en 1973 con su ópera prima Malas tierras –un fascinante relato, más lírico que violento, de una pareja de asesinos jóvenes–, tocó sesgadamente el western fantasmagórico con Días del cielo y después se retiró veinte años de las vanidades del cine para dar clases de literatura en Francia. Volvió a Hollywood en 98 con La delgada línea roja. Luego vino, ya en el siglo XXI, El nuevo mundo (2005), que tenía algunas hermosas secuencias en torno al personaje de la india Pocahontas.