Por Félix Romeo
Te mata la persona con la que vives. La persona con la que follas y con la que vas a comprar los yogures al supermercado. Te mata la persona a la que lavas la ropa y con la que buscas en internet un lugar de vacaciones. Te mata la persona a la que preparas una manzanilla cuando se ha pasado con la bebida. Matas a la persona que te pregunta si quieres azúcar en el café. Matas al padre de tus hijos. Matas a la mujer a la que haces aguadillas en la piscina. Matamos lo que tenemos cerca. Lo que amamos y hemos dejado de amar. Matamos a nuestro socio y a nuestra madre. Y si te mata un extraño, es posible que haya sido contratado por alguien muy cercano.
Por eso sorprende que tengamos tanto miedo a los extraños, que generemos tantos recelos ante los desconocidos. Los extraños y los desconocidos nos matan raramente. Casi por error. Sí, hay asesinos psicópatas, aunque más en la ficción que en la realidad, y sí, hay violadores, aunque los violadores también suelen haber tenido algún contacto con sus víctimas, y sí, hay enemigos que se atreven a matarte, aunque no son muchos, y sí, hay atracadores que tienen poco cerebro y el gatillo fácil. Pero es mucho más difícil que acabes asesinado por estos psicópatas, violadores, enemigos y atracadores estúpidos a que te mate tu propio marido, tu hermano, tu amigo.
La combinación obsesiva de prueba y móvil es, narrativamente, fantástica. Y eso que el móvil, casi siempre, salvo en los casos de psicopatía, violación, terrorismo o chapuza terrible, es el mismo: dinero. Los enemigos también suelen matar por dinero. Los enemigos, aparentemente lejanos si los contemplamos desde la perspectiva del mundo afectivo, suelen proceder de nuestro campo de actuación. Pondré dos ejemplos: es más fácil que yo tenga un escritor enemigo a que yo tenga un enemigo astrofísico; es más fácil que me odie un vecino que me odie un tipo que vive a 3.000 kilómetros de mi casa.
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