De Ulises a Hector:
¡Sois joven, Héctor! En la víspera de toda guerra, es corriente que dos jefes de los pueblos en conflicto se encuentren a solas en algún inocente pueblito, sobre una terraza al borde de un lago, en el ángulo de un jardín. Y convienen en que la guerra es el peor azote del mundo, y ambos, al seguir con la mirada los reflejos y arrugas sobre las aguas, se sienten pacíficos, modestos, leales. Y se estudian. Se miran. Y, entibiados por el sol, enternecidos por un vino, no encuentran en el rostro enfrentado ningún rasgo que justifique el odio, ningún rasgo que no apele al amor humano y nada incompatible tampoco en sus lenguajes, en sus maneras de rascarse las narices o de beber. Y están verdaderamente llenos de paz, de deseos de paz. Y se separan apretándose las manos, sintiéndose hermanos…
Y al día siguiente no obstante estalla la guerra… Así estamos ahora nosotros dos… Nuestros pueblos alrededor de la entrevista se callan y se apartan, mas no es que esperen de nosotros una victoria sobre lo ineluctable. Se trata solamente de que nos han dado plenos poderes, que nos han aislado, para que gustemos mejor, por sobre la catástrofe, nuestra fraternidad de enemigos. Gustémosla. Es un plato para ricos. Saboreémosla… Pero eso es todo. El privilegio de los grandes, consiste en poder ver las catástrofes desde una terraza.
Jean Giraudoux, La guerre de Troie n’aura pas lieu, 1935