La Cámara de Representantes de los Estados Unidos de América voto una decimoctava enmienda a la Constitución del país, la llamada Ley Volstead, que entró en vigor el 17 de enero de 1920. Esta ley prohibía «la preparación de cualquier bebida embriagante». Las asociaciones de abstemios, que durante decenios habían hecho campaña en favor de la ley, prorrumpieron en vítores de la siguiente manera:
«Esta noche, un minuto después de las doce, nacerá una nueva nación. El demonio de la bebida hace testamento. Se inicia una era de ideas claras y limpios modales. Se acabó el imperio de las lágrimas... Los barrios bajos serán pronto cosa del pasado. Las cárceles y correcionales quedarán vacíos; los transformaremos en fábricas y graneros. Todos los hombres volverán a marchar erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los niños. Se cerraron para siempre las puertas del infierno».
El resultado no se hizo esperar mucho. Apenas promulgada la ley, la nación fue acometida por unas locas ansias de ese zumo prohibido. Establecimientos especializados en levaduras, lúpulo, malta y alambiques abrieron repentinamente sus puertas. Todos los almacenes se vieron inundados por una avalancha de artículos con las instrucciones precisas para fabricar vino y cerveza en el propio hogar. Brotaban del suelo tabernas clandestinas, los llamados speakeasies. Nueva York, que un año antes contaba con 15.000 bares legales, pudo jactarse en el año 1921 de la imponente cifra de 32.000 tabernas con mirilla. [...] El primer decenio de la prohibición arrojó el balance siguiente: medio millón de detenciones; penas de prisión por un total de treinta y tres mil años; dos mil muertos en la guerra del aguardiente de los gánsteres; y treinta y cinco mil víctimas de intoxicación por alcohol.