Una ciudad es un espacio habitado por individuos que piensan que los demás son tan importantes como ellos. Es esta una definición idealista y jamás podrá ser puesta en marcha pues los hombres viven de robarse y esquilmarse los unos a los otros para obtener beneficios personales. Las empresas pelean entre sí para ver quien puede engañarnos de la manera más eficaz, los bancos regalan unas cuantas casas en vez de ofrecer más intereses a los ahorradores. “¿No se han dado cuenta que los avaros viven muchos años?”, se preguntaba un amargado escritor hace muchos años y él mismo se respondía: “Es como si la muerte se espantara ante ellos”. A los avaros no los quiere ni la muerte.
En octubre pasado dos mujeres tocaron a mi puerta una mañana de domingo. Tuvieron suerte porque hacía muchos años que no me levantaba de tan buen humor. El motivo de su visita era hablarme sobre la palabra de Dios y leerme unos pasajes de la Biblia. “Por supuesto que pueden ustedes leerme lo que deseen", respondí entusiasmado, "sólo que antes permítanme leerles algunos capítulos de Céline, D.H. Lawrence, que en el mundo pagano de donde yo provengo son considerados también pequeños dioses”. Se disculparon porque no tenían tiempo suficiente para una reunión de esa clase. Ellas sólo deseaban ser escuchadas. Y desde mi punto de vista quien desea sólo ser escuchado sin escuchar no tiene un buen papel en la modesta definición de convivencia que me he imaginado.
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