…Y entonces se me ocurrió, como un relámpago, que nadie negaría una comida a un hombre, siempre que éste tuviera el valor de pedirla. Fui inmediatamente a un café y escribí una docena de cartas. «¿Me dejarías comer contigo una vez a la semana? Dime qué día te iría mejor.» Dio resultado como un hechizo. No sólo me alimentaban: me agasajaban. Todas las noches llegaba a casa borracho. Todo les parecía poco, a aquellas almas generosas de una vez a la semana. Lo que me ocurría los demás días no era asunto suyo. De vez en cuando, los más atentos me regalaban cigarrillos y algún dinero para pequeños gastos. Evidentemente, todos ellos se sentían aliviados, cuando se daban cuenta de que sólo me iban a ver una vez a la semana. Y se sentían todavía más aliviados, cuando les decía: «Ya no va a ser necesario en adelante.» Nunca me preguntaban por qué. Me felicitaban, y nada más. Muchas veces la razón era que había encontrado un huésped mejor; podía permitirme el lujo de quitarme de encima a los que eran una lata. Pero nunca se lo imaginaron. Al final, tuve un programa sólido, estable: un plan fijo.
Wednesday, January 20, 2010
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